Resumen
El documento analiza el fenómeno del paramilitarismo en Colombia, destacando su origen, evolución y la complicidad estatal que ha permitido su persistencia. El paramilitarismo surgió en 1965 con el Decreto 3398, que le otorgó un marco legal bajo órdenes de una misión militar estadounidense. Aunque este decreto fue derogado en 1989, el paramilitarismo no desapareció; en cambio, se adaptó mediante instrumentos legales más discretos y campañas mediáticas que buscaban negar su existencia. Durante los Diálogos de Paz de La Habana (2012-2016), se adoptó el término «grupos sucesores del paramilitarismo» para ocultar su continuidad.
El objetivo central del paramilitarismo ha sido servir como herramienta para aplicar métodos brutales de terrorismo de Estado sin comprometer la legitimidad de las instituciones. Sin embargo, la connivencia entre militares y paramilitares ha sido evidente, lo que ha generado una deslegitimación internacional del Estado colombiano. Para contrarrestar esto, se implementaron estrategias como la Ley 975 de 2005, que garantizó impunidad para muchos crímenes, y procesos judiciales simbólicos que solo condenaron los casos más escandalosos.
A pesar de su supuesta desaparición mediática, el paramilitarismo se ha fortalecido. Tras la desmovilización de grupos guerrilleros, estructuras paramilitares como el «Clan del Golfo» han ocupado territorios antes controlados por insurgentes. Estas organizaciones imponen normas mediante asambleas forzadas, donde se dictan cultivos permitidos, impuestos ilegales y planes de desarrollo territorial. Quienes se resisten enfrentan multas, desplazamiento o muerte. Además, una red de espionaje llamada «puntos» monitorea y controla la vida cotidiana de las comunidades, con el apoyo tácito de fuerzas estatales que coordinan acciones para evitar ser vinculadas a crímenes paramilitares.
El documento enumera una larga lista de delitos tipificados en el Código Penal colombiano que son cometidos cotidianamente por paramilitares, como homicidios, desplazamientos forzados, extorsión y tráfico de drogas. Sin embargo, el sistema judicial no investiga ni sanciona estos crímenes, dejando a las víctimas en total desamparo. La Fiscalía, por ejemplo, culpa a las víctimas por no denunciar, mientras que los denunciantes a menudo son perseguidos o asesinados.
La complicidad estatal es omnipresente, abarcando desde funcionarios locales hasta altos cargos gubernamentales, quienes reciben sobornos para mantener el statu quo. El financiamiento de estas estructuras proviene en gran parte del narcotráfico, en el que están involucrados sectores de la clase política. A pesar de que estas prácticas violan abiertamente la Constitución y las leyes, no hay voluntad política para erradicarlas.
El texto critica la hipocresía del Estado, que censura el porte de armas pero durante décadas legalizó su distribución a civiles para fines represivos. También denuncia la impunidad histórica y la falta de aplicación del Principio de Repetición (Artículo 90 de la Constitución de 1991), que obligaría a los funcionarios culpables a reparar los daños causados.
En conclusión, el paramilitarismo sigue siendo un poder criminal arraigado en Colombia, protegido por un «ajuste institucional y mediático» que normaliza su operatividad. Para su erradicación, se requiere un nuevo sistema de justicia independiente y ético, así como el reconocimiento y sanción de las responsabilidades históricas.
Palabras clave:
Paramilitarismo, Colombia, impunidad, complicidad estatal, crímenes de lesa humanidad, narcotráfico, violencia, derechos humanos, justicia transicional, Clan del Golfo.